Si los partidos quieren que la sociedad cambie su visión de ellos, tendrán que actuar de forma distinta; parte de ello será la austeridad y la rendición de cuentas
Yeidckol Polevnsky*
La austeridad republicana debe empezar por los partidos. Hay un amplio consenso en torno a la necesidad de reducir el costo de financiarlos con el dinero de los contribuyentes. En diferentes momentos, desde casi todos los partidos, se ha propuesto reducir el monto de su financiamiento público, pero como sus dirigencias se resisten a dejar de recibir grandes cantidades de recursos públicos, no han faltado los pretextos para no hacerlo.
El excesivo costo de financiar a los partidos ha representado un despilfarro de recursos públicos que pudieron ser invertidos en gasto social o en infraestructura, para beneficiar a las personas. Entre 1997 y 2017, el INE entregó a los veintidós partidos nacionales que han tenido registro durante ese periodo, más de sesenta y seis mil millones de pesos, a valor nominal. A esta cantidad habría que sumar los recursos que les han otorgado los organismos electorales de las entidades federativas y el financiamiento a los partidos locales.
Morena ha propuesto reducir el financiamiento público a la mitad. Los dirigentes de las oposiciones deben asumir que los partidos no pueden sustraerse al cambio del régimen político. Si no votan con Morena esta reforma, estarán asumiendo una posición contraria al mensaje de los electores el 1 de julio: la necesidad de reformar el poder y de concluir el cambio político pospuesto durante la transición.
Una objeción a esta reducción es que se podría afectar la competencia y favorecer al partido mayoritario. La fórmula para distribuirlo establece que el 70 por ciento se asigna de acuerdo al porcentaje de votos y el 30 por ciento en forma igualitaria. Una solución a la inequidad que podría provocar la reducción, debido a la proporción 70/30, sería modificarla gradualmente hasta llegar al 50/50, e incluso invertirla.
La reducción del financiamiento público sería un elemento importante en la reforma del sistema de partidos, pero convendría considerar otros elementos. Menciono solo dos.
1. Las reglas de entrada y salida al sistema de partidos.
Entre 1998 y 2013, han habido cinco procesos de registro de partidos y 14 nuevos ingresaron al sistema. El requisito para conservar el registro, que con la reforma de 2014 se fijó en el tres por ciento de la votación válida emitida, parece adecuado para tener un sistema competitivo. Entre 1991 y 2018, 18 partidos nacionales habrán perdido su registro; tres de ellos en más de una ocasión: el PDM en tres y el PPS y el PARM en dos. Para 2019 solo existirán dos de los 14 nuevos partidos registrados entre 1999 y 2014: Convergencia y MORENA. La barrera de entrada y las reglas de salida parecen razonables.
Como el número de partidos no es un factor para determinar el monto del financiamiento público, y considerando la conveniencia de abrir el sistema, habría que revisar la periodicidad con la que es posible obtener el registro como partido, que la reforma de 2008 redujo a un proceso de registro cada seis años, así como considerar la posibilidad de que existan partidos regionales.
2. La democratización interna de los partidos.
Los partidos son entidades de interés público y no organizaciones privadas; por ello, constitucionalmente es válido regular con mayor precisión las reglas para la elección de dirigentes y la selección de candidatos, así como para el acceso de sus militantes a la justicia intrapartidista; es necesario que existan mayores instrumentos para romper las oligarquías y favorecer la descentralicen del poder y el respeto a las reglas y valores de la democracia en la vida interna de los partidos.
La contundente victoria de López Obrador y su partido se explica en muy buena medida porque, ante la demanda de cambio, supieron articular un discurso y una propuesta que representara la posibilidad real de reformar el poder y de impulsar la transformación de la República. Si las oposiciones deciden no apoyar esta propuesta de Morena, seguirán pagando el costo político por su resistencia al cambio.